Primera Nacional - ALMIRANTE BROWN

"La gratitud de René"

De la mano del escritor Eduardo J Quintana, Mundo Ascenso hace un homenaje mediante este cuento a to

La gratitud es algo que caracterizó siempre a mi familia, desde varias generaciones anteriores a la mía y la historia se remonta a principios de siglo, cuando mi abuelo recibió el nombre de Hipólito, por aquel viejo caudillo que logró cumplir muchos sueños de los inmigrantes que forjaron la Argentina. Mis bisabuelos llegaron al país provenientes de Italia y se afincaron en los suburbios, más precisamente en Mataderos, un barrio del arrabal porteño, muy emparentado futbolísticamente con Nueva Chicago. Pero hubo una fecha que fue vital en el cambio de rumbo de la familia Dátola, el 17 de Enero de 1922, bajo el signo de Capricornio y un calor sofocante, nacían el abuelo Hipólito y ese mismo día, el fútbol daba la bienvenida al Club Atlético Almirante Brown, la coincidencia fue la que llevo al abuelo a sumarse a las filas del Mirasol y de muy pibe, sufrir los vaivenes de afiliaciones y desafiliaciones. Con la llegada del peronismo, el abuelo Hipólito y la abuela Matilde se fueron a vivir al suburbano bonaerense, a la populosa barriada de San Justo y fue allí donde nació mi viejo, que no podía llamarse de otra manera que Juan Domingo. Este no tuvo opción, nació con la cuna aurinegra, la sangre aurinegra y la pasión aurinegra incorporada y con un atenuante, a diferencia de la mayoría de los hinchas del ascenso, que comparten su amor con otra divisa, mi viejo era fanático solamente de La Fragata. Pero cuando digo fanático, no sólo digo por ir a la cancha, vivía Almirante Brown todo el día, a toda hora. Ni el casamiento, ni la mudanza, ni el advenimiento de los hijos, modificaron su enfermedad aurinegra. Pero hubo un hecho que modificó algo en su vida, en 1982, Almirante logró el triunfo más resonante de la historia, venciendo 2 a 0 al descendido San Lorenzo. Con esa emoción, un infarto llevó a mi viejo a apaciguar la vertiginosidad de su vida futbolera. Fue operado en una prestigiosa Fundación. Luego de la exitosa intervención y del alta médica, tanto mi vieja Norma, como mi viejo Juan Domingo prometieron que su próximo hijo sea varón o mujer, llevaría como nombre: René, en homenaje al prestigioso cardiólogo que lo trató personalmente. Y allí empiezo a tallar personalmente en esta historia, ya que en 1985, mi vieja dio a luz a René Gerónimo Dátola, como me llamaron y como estoy orgulloso de homenajear a ese prócer de la medicina argentina, siguiendo la tradición familiar. Obviamente, heredé esa metodología de elección de nombres para mis hijos y también la pasión por Almirante Brown, club donde pasé gran parte de mi vida. En la semana, la sede social era el lugar de encuentro con mis amigos y el “Fragata Presidente Sarmiento” la iglesia en la cual sábado por medio, me encomendaba al Mirasol. Fanatismo puro el mío, enfermedad aurinegra que me llevó a faltar al colegio más de una vez, a pelearme con una novia eventual, que no entendió eso del amor a los colores y hasta que me despidan de un muy buen trabajo. Fue en el 2007, mientras era cartero de un correo privado. Jugaba Almirante y no podía faltar; se me hizo tarde, no pude terminar ni la mitad del recorrido, me tomé un bondi y me fui a ver a Brown, que jugaba de visitante en cancha de Deportivo Merlo. Llegué tarde y cuando recorría el trayecto rumbo a la cancha del Parque San Martín, un grupo de hinchas del Charro, divisaron mi tatuaje, me corrieron y en la corrida, para que no me den alcance, descarté la mochila con las correspondencias. Zafé, de verdad zafé y pude ver el partido, que fue una trabajosa victoria para encaminarnos definitivamente rumbo al ascenso al Nacional. Ganamos, fui muy feliz, pero como es de suponer, pese al mi historia de la denuncia por robo, perdí el trabajo. Ese año, el 2007, trajo una alegría casi inigualable, que fue el ansiado ascenso y a su vez, la tristeza más grande de mi vida. Un par de días después, que Sebastián Penco sellara el uno a cero contra Estudiantes de Buenos Aires, en aquel partido que comenzó en cancha de Racing, y culminó a puertas cerradas en Junín; después que de la mano de Blas Giunta, mi Almirante Brown ascendiera al Nacional B, mi viejo, el querido Juan Domingo, fallecía de un infarto y vaya paradoja, ni él, ni yo, pudimos festejar lo que tanto buscamos. Sólo un par de años después, con mi casamiento, los sentimientos fueron encaminándose. Lo echaba de menos, sobre todo en la tribuna, donde fuimos muy compañeros. Pero el advenimiento de Natalia a mi vida, llenó ese vacío. La convivencia ayudó mucho, el buen pasar económico, la nueva casa en San Justo, la armonía del hogar, trajo aparejado el buscado embarazo y con él, la definición del nombre de nuestro futuro hijo. No concordábamos con los nombres; ella era moderna y yo buscaba el homenaje. Propuse que si era varón, se llame Néstor Carlos y si era mujer María Cristina. Se negó rotundamente. Discutimos una semana seguida, al punto del enojo terminal. En ningún momento se discutía el hecho que si era nena o varón, sería socio de Brown desde el mismo día del nacimiento, pero en los nombres no coincidimos para nada. Ella proponía Nahuel y Araceli, y yo no me movía del homenaje a la pareja presidencial. Interfirieron familiares, amigos, hasta el cura de la parroquia. Ella amenazó hasta con irse de la casa. La solución salomónica la propuso el padre Souto. Nos llamó a la capilla y nos propuso que si era varón, elegía Natalia y se llamaría Nahuel y si era nena, elegiría yo y se llamaría María Cristina. Muy convencida no quedó la madre, pero era una solución para acabar con la discusión. Pasaron los meses y decidimos no saber hasta que nazca, el sexo de nuestro primer hijo. Cuando llegó ese día, mis nervios me jugaron una mala pasada y en el apuro por llevar a Natalia al sanatorio, me puse la primera remera que encontré. Una de algodón con el rostro del Indio Bazán Vera, mi ídolo futbolístico. Era llamativa porque resaltaba su vincha, su melena y el negro y amarillo que llenaba el resto, inclusive la espalda. Con ella, nunca pasaba inadvertido mi amor por el Mirasol. Presencié el parto, fue inolvidable. Nació Nahuel Dátola, hermoso, tres kilos doscientos, chiquito, rosadito. Natalia quedó perfecta, cansada, pero feliz. Ya instalada en la habitación, bajo el cuidado de sus padres, me encargué personalmente del tema administrativo. Como trabajaba en la Municipalidad, tenía amigos en el Registro Civil y allí me dirigí para anotar a mi hijo. En el trayecto, un montón de cosas me dieron vuelta por la cabeza, me acordé de mi abuelo Hipólito, de mi viejo Juan Domingo, de sus promesas, de sus homenajes. Iba a anotar a Nahuel y con ese acto terminaba con una tradición de un siglo, hice el camino más largo para poder pensar. Si cumplía con el ritual tendría problemas con Natalia, si no cumplía el ritual, tendría un eterno conflicto conmigo mismo. Llegué al Registro Civil y comencé con los trámites, la empleada, una piba joven de unos veinte años, me invitó a tomar asiento. Se la notaba interesada en mi remera, la miraba intensamente, hasta que se animó a preguntarme: - ¿Quién es el de la remera? - El Indio Bazán Vera. Le contesté - ¿Y quién es, que no lo conozco? - El Indio, es el mayor ídolo que me dio el fútbol. Ella meneó la cabeza y me volvió a preguntar - ¿Un jugador de fútbol? - No, no es sólo un jugador de fútbol, es un ”ídolo” del fútbol La joven se colocó los lentes, miró el monitor de la computadora y comenzó a preguntar: - Dígame los nombres del niño - …… Un silencio - ¿Me escuchó, dígame los nombres del niño? Miré el escudo de Almirante tatuado en mi brazo, miré la foto de mi remera, mientras la joven esperaba mi respuesta, que con miedo, con nervios, con la voz entrecortada, contesté: - Eduardo - ¿Eduardo, de primer nombre y el segundo? - Daniel, Eduardo Daniel Dátola Cinco minutos y tenía el Documento de Nahuel…Digo de Eduardo Daniel…Caminé unas cuadras con una sonrisa marcada e ingresé a la Sede para realizar el trámite más importante, asociarlo a Almirante Brown, a qué otro club lo podía asociar a mi hijo que tenía sangre aurinegra, si se llamaba Eduardo Daniel, como mi ídolo el Indio Bazán Vera.